Manuela Carmena.
Conocí a María Luisa Suárez Roldán en 1964. En aquellos años yo misma, junto a otros estudiantes, habíamos creado el primer Sindicato Democrático de Estudiantes de la Universidad de Madrid. El SDEUM era, claro, ilegal. Estábamos en plena dictadura de Franco. El único sindicato legal era el SEU, de cariz falangista. La policía nos detuvo varias veces y el rector de la Universidad de Madrid decidió expedientarnos a algunos de nosotros y expulsarnos de la universidad. Todos acabamos por trasladar nuestras matrículas y finalmente nos examinamos en otras universidades nacionales que nos admitieron. Sin embargo, y mientras se resolvían nuestros expedientes de traslado, algunos despachos de abogados que nos habían prestado su ayuda para los recursos que teníamos que plantear nos ofrecieron colaborar con ellos. Así conocí yo a María Luisa.
Una vez que acabé la carrera de Derecho me incorporé -verano de 1965- al propio despacho que lideraba María Luisa Suárez junto con Antonio Montesinos y José Jiménez de Parga en la calle de la Cruz, número 16, de Madrid. Este seria el primer despacho laboralista que creaba en Madrid Comisiones Obreras, un sindicato que, con su sagaces análisis de la sociedad, era consciente de que se necesitaban abogados que pudieran defender a ese nuevo movimiento obrero que se estaba gestando.
María Luisa Suárez Roldán era una persona singular. Tenía un gran prestigio en el Colegio de Abogados de Madrid y en los tribunales, a pesar de que en aquellos años oscuros de la dictadura se intuía su ideología y afiliación política. Era de educación exquisita y aparentemente se comportaba en lo privado como una persona de «orden conservador». Bien arreglada, bien vestida y acompañada de su marido Fernando aparentaba ser una señora acomodada del barrio de Chamberí.
María Luisa atendía a los clientes con lo que hoy llamaríamos empatía. Los escuchaba con inmensa atención, papel blanco por delante y la pluma estilográfica lista. Y casi sin excepción pronto convertía en algo propio el problema que el cliente, el obrero, le exponía. Digamos que se producía una ósmosis de un alcance singular entre abogado y cliente.
En muchas ocasiones las demandas que se instaban eran la constatación de las grandes injusticias, de la explotación y privación de derechos de la clase obrera. María Luisa, como buena abogada, conocía el derecho y sabía que en muchas de las actuaciones solicitadas no había remedio legal.
Pero ella era una roca, además de enormemente positiva, y siempre estaba dispuesta a rastrear en el complejo mundo legal para encontrar alguna salida. Recuerdo su entusiasmo por la reforma del título preliminar del Código Civil que recogía que las normas, entre otros conceptos, se interpretarían conforme «a la realidad social del tiempo en que han de ser aplicadas». Ella se aferraba a argumentar que la realidad social estaba en evolución y que había que abrir el marco legal.
Nunca se daba por vencida y en sus alegatos ante los tribunales mostraba esa seguridad, con un toque de cierta ingenuidad, que presumía que obtendría, sin duda esa sentencia justa que buscaba.
Pero ese perfil singular de abogada progresista no la hizo distanciarse de sus compañeros de la abogacía. Ella, que era una de las poquísimas mujeres abogadas de aquellos años, se mimetizaba con su colegas para empaparse de la inevitable cultura de de la profesión.
Recuerdo cómo un día de tantos en los que me daba consejos (para mí sólo observarla ya era un aprendizaje) me dijo como avergonzándose un poco de trasladarme una procacidad machista: «Mira, Manuela, como dicen siempre los abogados, en un pleito hay que mirarlo todo como a las mujeres: hay que verlo de la boca al culo».
Ella sabía que para luchar por la clase obrera no sólo había que ser esa abogada valiente y convincente, sino que también tenía que ser una eficiente profesional en las estrategias de la profesión. Entrar en el mundo del Derecho de su mano fue para mí un privilegio inmenso.
He querido dedicar estos recuerdos a quien fue mi maestra en el Derecho, pero evidentemente ella fue mucho más que abogada. Sobre su carrera política en el Partido Comunista de España y en el feminismo otros dirán más de ella.
Ahora solo quiero añadir que hace menos de dos años la visite cuando estaba en una residencia del Ayuntamiento para situaciones de emergencia. Allí estaba, como siempre, disfrutando de lo que se le presentaba: “Qué buena es la comida” me dijo. Pero a la vez me trasladó algunas reivindicaciones de las empleadas del establecimiento. Así era: infatigablemente dispuesta a reivindicar los derechos de los demás.
María Luisa vivió siempre en Madrid. Madrid no la olvidará y pronto habrá un parque o una calle que llevará su nombre en su recuerdo.