En el Primer Congreso de la Abogacía Madrileña celebrado recientemente, una de
las Mesas Redondas que han compuesto el muy interesante plantel de temas
tratados, ha sido la que versaba sobre las facultades del árbitro para poder
ejecutar en sede arbitral el propio Laudo dictado, en las que se suscitó un vivo
debate e interés, incluso entre los propios participantes en la misma, que
estaban compuesta por juristas de tanto prestigio como Rafael Hinojosa, y Juan
Ramón Montero, ambos muy expertos en materia arbitral, y sobre todo, con una
dilatada experiencia profesional en estas lides.
El tema a tratar, ciertamente novedoso, como ha quedado dicho anteriormente,
versaba sobre las facultades del árbitro para poder ejecutar en sede arbitral el
propio Laudo dictado, sino necesidad de que las partes tuvieran que recurrir a
la jurisdicción. Durante las exposiciones en las que tuve el honor de participar
también se suscitaron muchas cuestiones, como un interesantísimo panorama
histórico del arbitraje, donde se analizó la evolución seguida por dicha
institución hasta nuestros días. En este sentido, hay que tener en cuenta que a
los efectos de la resolución de conflictos, el desarrollo de las relaciones
humanas, propició lo que ahora entendemos por arbitraje, basado en la autoridad
de un tercero o árbitro, y que se fundamentaba –como ocurre hasta la fecha- en
la voluntad contractual de las partes en conflicto. Sin embargo, el ejercicio de
esta función jurisdiccional por terceros privados, implicó indudablemente una
manifestación de “poder”, que se volvió sumamente sensible con el surgimiento de
los Estados, y la “necesidad” de que el poder político controlara toda la
actividad trascendente para la vida en sociedad. A consecuencia de ello, el
Estado optó por reservar para sí, esta potestad de resolver conflictos, y sólo
excepcionalmente, autorizó que esta actividad fuera realizada por terceros
privados, a los cuales les recortó además, el ejercicio de potestades
coercitivas o de imperium, monopolizando el uso de la fuerza para el
cumplimiento de todas las decisiones, provinieran estas de las autoridades
designadas por el propio Estado o de los terceros privados o árbitros.
Como resulta evidente, en tales circunstancias, el arbitraje dejó de tener su
rol originario, convirtiéndose en una opción dependiente del Estado en cuanto a
su eficacia. Por su parte, el procedimiento judicial se erigió como el mecanismo
ordinario de solución de conflictos. Este cambio de roles entre la jurisdicción
estatal y la “privada” se manifestó también en la “judicialización” del
Arbitraje, así por ejemplo, en el Fuero Juzgo, el árbitro era considerado una
“especie de Juez”, y a las sentencias arbitrales se les otorgó “fuerza
ejecutiva” y valor de cosa juzgada. Igualmente, la Nueva y la Novísima
Recopilación, entre otros cuerpos legislativos, recogieron las leyes dictadas
por los monarcas de las Cortes de España, y otorgaron “fuerza ejecutiva” a la
denominada sentencia arbitral. Cuestión ciertamente distinta a la existente en
nuestros días, en los que la impronta del maestro Jaime Guasp se mantiene viva,
aunque su Ley, ya histórica, de Arbitraje, no tenga vigencia en la actualidad.
Son muchas las razones y fundamentos que determinan si procede devolver dicho
imperium al acervo de facultades del árbitro en nuestros días, y constituye
un hecho evidente que el conjunto de normas vigentes dentro de nuestro
ordenamiento jurídico que presiden el funcionamiento del arbitraje, necesitarían
una profunda modificación para adecuarse a este nuevo modelo de actuación
arbitral.
Y ello comenzaría, al menos por una reinterpretación, sino una modificación del
propio apartado 3º del Artículo 117 de nuestra Constitución, donde se reserva la
facultad de hacer ejecutar lo juzgado a la jurisdicción. Pero frente a ello,
procede no olvidar que la razón de ser del arbitraje, es constituir un medio
alternativo eficaz de solución de conflictos, cuyo eje central es la voluntad de
las partes, de modo tal que son éstas quienes optan por no recurrir al Estado, y
se someten a este mecanismo esencialmente privado, en el que tienen la libertad
de establecer el procedimiento que consideren más adecuado, respetando preceptos
mínimos que eviten situaciones de indefensión y limitando al máximo la
intervención estatal.
En todo caso, no deben ser solamente razones jurídicas las que evalúen y
determinen la procedencia o no de este nuevo modelo jurídico, la oportunidad, y
las debidas garantías para los justiciables, son sin duda algunas de las
múltiples cuestiones a considerar, donde confluyen ventajas, pero también
existen inconvenientes.
Sea por un modelo de ejecución judicial, o por otro de índole arbitral, es
evidente que lo que se ha de garantizar es que el tiempo de duración de
cualquier procedimiento arbitral sea el más breve posible; que la solución que
se alcance sea siempre eficaz y eficiente; que los costos derivados de dicho
procedimiento sean siempre accesibles para los litigantes, y finalmente, que se
satisfagan las expectativas de cumplimiento o ejecución del laudo.
La vinculación entre Administración de Justicia y procedimiento arbitral está en
constante revisión. En este sentido, si la solución se encuentra en un
controvertido, al menos terminológicamente ”juez de garantías”, no es desde
luego una cuestión sencilla de solventar.
Su función sería la de aportar el imperium del cual, en este momento,
carece el árbitro, o resolver las controversias de las partes las cuestiones
fácticas o jurídicas que pudieran suscitarse ante dicha hipotética ejecución
arbitral, pero no hay que olvidar que otros avances legislativos, como los que
confieren a los Procuradores cada vez más facultades en la ejecución, al modo de
los Huissiers d’Justice, o el desarrollo y la implementación imparable de la
tecnología en el ámbito de la Justicia y de la resolución de conflictos,
depararán indudablemente cambios en el modelo actual, que constituirán,
precisamente, al tiempo, como juez y arbitro inexorable de esta cuestión. |