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01 de ABRIL de 2015

De indultos y capirotes

LAWYERPRESS

Por Susana Gisbert Grifo. Fiscal. Valencia

 

Susana Gisbert Grifo. Fiscal. ValenciaDebería haber, en algún lugar, un sitio de retiro para las leyes viejas, una especie de Geriátrico donde enviar a esas normas que ya han cumplido su ciclo y su función, donde puedan descansar en paz. Allí podríamos enviar a unas cuantas disposiciones de nuestra legislación, como la Ley de Enjuiciamiento Criminal, que ya no aguanta más remiendos ni parches en su castigado cuerpo. Y allí debería acompañarla otra que todavía es más anciana, la ley reguladora del indulto, más vetusta todavía, nada menos que de 1870. De hace la friolera de casi ciento cincuenta años. Todo un récord, sin ninguna duda.

Pero si antigua es la ley, más lo es todavía la institución, que hunde sus raíces allá donde se pierde la memoria. El indulto no es otra cosa que la corrección por el ejecutivo de aquello que hizo el poder judicial, o lo que es lo mismo, el perdón por una pena legítimamente impuesta por un juez o tribunal por razones diferentes a las jurídicas. Así descrito, supone un testarazo en toda regla en la cabeza de Montesquieu. Y, como una excepción que es al esencial principio de división de poderes, sólo causas muy poderosas y totalmente justificadas deberían consentirlo. Porque de otro modo, hace temblar los cimientos del Estado de Derecho. Que ya llevan bastantes arremetidas, por cierto.

Nuestra ley data de los tiempos en que el Ministerio tenía por nombre “de Gracia y Justicia”, y precisamente, de un derecho de gracia –si es que la gracia constituye algún derecho- se trata la figura, y así se denomina. Gracia, no en la acepción de “cómico”, obviamente, sino de concesión graciosa, ésa que se hace sin sujetarse a regla ninguna. Y aunque el tiempo se llevó el patronímico del modo de designar al Ministerio, no hizo otro tanto con la institución pareja, que ahí quedó, sirviendo de soporte a decisiones gubernamentales que corregían, sin más motivación que el libre arbitrio de quien la tomaba, las decisiones de los tribunales. Y que se usó sin ningún complejo bajo todos los regímenes que han sucedido desde su promulgación, hace más de un siglo, hasta el día de hoy.

Pero si difícil es justificar la existencia, más difícil es todavía justificar determinados usos de esta anacrónica figura. O quizás imposible. Este año, como ha venido sucediendo desde tiempo inmemorial, se ha procedido a indultar a varios penados, previa petición al efecto por diversas cofradías. En este caso se trata de once reos, que recuperarán la libertad por el solo hecho de encontrarnos en una festividad religiosa, ni más ni menos. Porque aunque se advierte que su comportamiento ha sido excepcional y que entre los delitos por los que fueron condenados no se encuentran “delitos de sangre”, la razón no es otra que la dicha, es decir, una concesión graciosa con motivo de una festividad católica. Algo que debiera hacernos saltar todas las alarmas constitucionales habidas y por haber.

Desde luego,  no hace falta que diga que, desde la entrada en vigor de la Constitución, estamos en un estado aconfesional. Que atrás quedaron,  por suerte, otros tiempos, en que la religión –y más concretamente, una religión- andaba entremezclada con el Estado de un modo tan fuerte que difícilmente podían separarse. Pero, como decía, ya hace años que las cosas cambiaron. Y ninguna festividad religiosa, sea de la confesión que sea, puede justificar que se deje de cumplir una pena impuesta legítimamente por quienes tienen atribuida esa potestad. Consentirlo no solo es anacrónico y contrario a los principios de nuestra Carta Magna, sino que podría incluso tildarse de inconstitucional por otro motivo, el de vulneración del principio a la igualdad, ya que no hay costumbre similar para las celebraciones de otras religiones. Ni debe haberla, claro está, para ninguna.

Por otro lado, ya sé que por algunos se apelará a la tradición, como si ésta fuera causa suficiente para justificar estos indultos. Y es cierto que la tradición existe, y desde mucho antes, como da buena cuenta el episodio de la Biblia de la liberación de Barrabás que todos conocemos. Pero las tradiciones sólo merecen conservarse cuando suponen algo positivo, y nada de positivo puede hallarse en el incumplimiento de una sentencia por una concesión graciosa. Y por supuesto, nada añade el hecho de que los elegidos para gozar de tan discutible beneficio sean propuestos por cofradías de Semana Santa, ni mucho menos, que vayan a procesionar con ellas. No en nuestro ordenamiento, desde luego. Porque no hay capirote que justifique lo injustificable.

Lo bien cierto es que ya sería hora de mandar al Geriátrico de las leyes obsoletas a la ley de indulto, a que disfrute junto con unas cuantas compañeras del descanso por su larga andadura. Y de que desapareciera, de una vez para siempre, esta gracia que poco o ningún encaje tiene en nuestro Derecho, o que al menos se mantuviera solo para unos casos mínimos. Porque tal vez los únicos supuestos en que podría mantenerse, aún de un modo excepcional, la figura del indulto serían aquéllos en que los que el propio tribunal sea el que lo solicite, como único modo de corregir la aplicación estricta de una ley en un caso concreto, o cuando así lo decida el propio Tribunal del Jurado que haya dictado veredicto condenatorio, supuesto éste último que, aún previsto en la ley del Jurado, jamás he visto que se haya usado.

Así que, antes de que Montesquieu se levante de su tumba, debería reconsiderarse. No hay tradición que justifique estos indultos. Con capirotes o sin ellos.

 

 

 

 
 
 

 

 
 
 
 
 
 
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