Debería haber, en algún lugar, un sitio de retiro para las leyes viejas, una
especie de Geriátrico donde enviar a esas normas que ya han cumplido su ciclo y
su función, donde puedan descansar en paz. Allí podríamos enviar a unas cuantas
disposiciones de nuestra legislación, como la Ley de Enjuiciamiento Criminal,
que ya no aguanta más remiendos ni parches en su castigado cuerpo. Y allí
debería acompañarla otra que todavía es más anciana, la ley reguladora del
indulto, más vetusta todavía, nada menos que de 1870. De hace la friolera de
casi ciento cincuenta años. Todo un récord, sin ninguna duda.
Pero si antigua es la ley, más lo es todavía la institución, que hunde sus
raíces allá donde se pierde la memoria. El indulto no es otra cosa que la
corrección por el ejecutivo de aquello que hizo el poder judicial, o lo que es
lo mismo, el perdón por una pena legítimamente impuesta por un juez o tribunal
por razones diferentes a las jurídicas. Así descrito, supone un testarazo en
toda regla en la cabeza de Montesquieu. Y, como una excepción que es al esencial
principio de división de poderes, sólo causas muy poderosas y totalmente
justificadas deberían consentirlo. Porque de otro modo, hace temblar los
cimientos del Estado de Derecho. Que ya llevan bastantes arremetidas, por
cierto.
Nuestra ley data de los tiempos en que el Ministerio tenía por nombre “de Gracia
y Justicia”, y precisamente, de un derecho de gracia –si es que la gracia
constituye algún derecho- se trata la figura, y así se denomina. Gracia, no en
la acepción de “cómico”, obviamente, sino de concesión graciosa, ésa que se hace
sin sujetarse a regla ninguna. Y aunque el tiempo se llevó el patronímico del
modo de designar al Ministerio, no hizo otro tanto con la institución pareja,
que ahí quedó, sirviendo de soporte a decisiones gubernamentales que corregían,
sin más motivación que el libre arbitrio de quien la tomaba, las decisiones de
los tribunales. Y que se usó sin ningún complejo bajo todos los regímenes que
han sucedido desde su promulgación, hace más de un siglo, hasta el día de hoy.
Pero si difícil es justificar la existencia, más difícil es todavía justificar
determinados usos de esta anacrónica figura. O quizás imposible. Este año, como
ha venido sucediendo desde tiempo inmemorial, se ha procedido a indultar a
varios penados, previa petición al efecto por diversas cofradías. En este caso
se trata de once reos, que recuperarán la libertad por el solo hecho de
encontrarnos en una festividad religiosa, ni más ni menos. Porque aunque se
advierte que su comportamiento ha sido excepcional y que entre los delitos por
los que fueron condenados no se encuentran “delitos de sangre”, la razón no es
otra que la dicha, es decir, una concesión graciosa con motivo de una festividad
católica. Algo que debiera hacernos saltar todas las alarmas constitucionales
habidas y por haber.
Desde luego, no hace falta que diga que, desde la entrada en vigor de la
Constitución, estamos en un estado aconfesional. Que atrás quedaron, por
suerte, otros tiempos, en que la religión –y más concretamente, una religión-
andaba entremezclada con el Estado de un modo tan fuerte que difícilmente podían
separarse. Pero, como decía, ya hace años que las cosas cambiaron. Y ninguna
festividad religiosa, sea de la confesión que sea, puede justificar que se deje
de cumplir una pena impuesta legítimamente por quienes tienen atribuida esa
potestad. Consentirlo no solo es anacrónico y contrario a los principios de
nuestra Carta Magna, sino que podría incluso tildarse de inconstitucional por
otro motivo, el de vulneración del principio a la igualdad, ya que no hay
costumbre similar para las celebraciones de otras religiones. Ni debe haberla,
claro está, para ninguna.
Por otro lado, ya sé que por algunos se apelará a la tradición, como si ésta
fuera causa suficiente para justificar estos indultos. Y es cierto que la
tradición existe, y desde mucho antes, como da buena cuenta el episodio de la
Biblia de la liberación de Barrabás que todos conocemos. Pero las tradiciones
sólo merecen conservarse cuando suponen algo positivo, y nada de positivo puede
hallarse en el incumplimiento de una sentencia por una concesión graciosa. Y por
supuesto, nada añade el hecho de que los elegidos para gozar de tan discutible
beneficio sean propuestos por cofradías de Semana Santa, ni mucho menos, que
vayan a procesionar con ellas. No en nuestro ordenamiento, desde luego. Porque
no hay capirote que justifique lo injustificable.
Lo bien cierto es que ya sería hora de mandar al Geriátrico de las leyes
obsoletas a la ley de indulto, a que disfrute junto con unas cuantas compañeras
del descanso por su larga andadura. Y de que desapareciera, de una vez para
siempre, esta gracia que poco o ningún encaje tiene en nuestro Derecho, o que al
menos se mantuviera solo para unos casos mínimos. Porque tal vez los únicos
supuestos en que podría mantenerse, aún de un modo excepcional, la figura del
indulto serían aquéllos en que los que el propio tribunal sea el que lo
solicite, como único modo de corregir la aplicación estricta de una ley en un
caso concreto, o cuando así lo decida el propio Tribunal del Jurado que haya
dictado veredicto condenatorio, supuesto éste último que, aún previsto en la ley
del Jurado, jamás he visto que se haya usado.
Así que, antes de que Montesquieu se levante de su tumba, debería
reconsiderarse. No hay tradición que justifique estos indultos. Con capirotes o
sin ellos. |