Es posible que la
mente del investigador no esté hecha para la toga sin muceta y es por ello que
el profesor cuando la viste, aunque sea un jurista, la adorne de colores. Es
posible que el académico tenga su cabeza estructurada para el análisis
pormenorizado de la norma, a la que siempre reviste de solemnidad y a los
operadores jurídicos de un halo de bonhomía. Es posible.
También es posible,
que en una partida de póker lo importante sea llevar un buen farol en lugar de
buenas cartas. Uno que deje ciego al contrincante, que le impida reaccionar ante
la bravuconada del experto: doble o nada.
¿Y qué tendrá que ver
el póker con el juzgado y con el alma mater? se preguntará usted, amable
lector si ha llegado hasta aquí.
Pues la verdad es que
servidora hasta ahora creía que, como mucho, se podía hablar de derecho penal y
dominó (por aquello que me enseñó mi maestro que si te faltaba una pieza no
había ni dominó ni delito) pero no pensé que en un acto solemne de vista oral,
el contrario se echara un farol que fuera recogido por juez y fiscal, para
llegar a la apuesta peregrina con invitación al acuerdo o a recibir sentencia en
contra, eso sí, muy sutilmente.
Es cierto que
nuestras leyes procesales autorizan a llegar a una conformidad en determinados
asuntos penales y que permiten que se inste a las partes a alcanzar un acuerdo
en los procedimientos civiles, lo cual no deja de sorprender, por aquello de la
indisponibilidad de la acción penal, que en principio es pública, y no parece
muy ajustado cuando se dirimen asuntos importantes en materia de familia, por
ejemplo, donde entra en juego el interés superior del menor.
El empuje de estas
instituciones por el órgano jurisdiccional, acompañado cual si de un par de
gemelos se tratara por el Ministerio Fiscal, deja epatado al profesor
universitario que ve como horas y horas de explicación de principios, garantías,
límites, imparcialidad, derecho de defensa y prohibición de prejuzgar no han
servido de nada.
Es posible que la
falta de medios induzca al juzgador a animar calurosamente a llegar al acuerdo,
para así no celebrar y ganar tiempo para el siguiente procedimiento, dada la
sobrecarga de trabajo que sufren nuestros tribunales; es posible también, que la
experiencia de los aplicadores de la norma, lleve a conocer el resultado del
asunto con un vistazo en diagonal a pruebas, informes y documentos que el
letrado ha tardado más de un año en recopilar; es posible que el perito no se
equivoque y su informe sea concluyente. Es posible que no sea necesaria la
manifestación de aquel que insta su petición al juez, y que pretende defender su
derecho, precisamente porque no era factible llegar a un acuerdo, y por eso
inició la vía judicial. Es posible.
Pero lo cierto es que
existe la prohibición de validar cualquier prueba, un informe pericial
incongruente por ejemplo, prejuzgando (cuando menos) sin contradicción.
Impedir que se
escuche al que defiende su derecho bajo la advertencia de que está todo el
pescado vendido, me hace pensar que, quizás, lo que es posible es que los
limites deban empezar a reforzarse frente al juzgador, que contagiado de la
facilidad del legislador para al menos perturbar el contenido de los principios
más elementales del derecho, pretenda ganar tiempo en aquello que quizá más
merece su atención.
Quizá lo que es
posible es que sea necesario explicar que un juez no es un crupier, ni los
ciudadanos jugadores. Prejuzgar es algo tan feo, que se acerca mucho a algunos
tipos del Código penal. |