Confieso que no soy aficionada al fútbol pero, pese a lo que muchos creen, no lo
odio, aunque sí que detesto miles de las cosas que giran a su alrededor, tanto
dentro como fuera de ese tremendo negocio al poco queda de deporte.
Pero, sin duda alguna, una de las cosas más repulsivas que he presenciado, y
también leído, a través del reflejo que de ello ofrecieron los medios de
comunicación, fueron los cánticos –por llamarlos de alguna manera- que los
ultras –me niego a llamarlos aficionados- del Betis dedicaron a uno de sus
jugadores. Nada, absolutamente nada en el mundo puede explicar que se ensalce su
condición de presunto maltratador y, lo que todavía es peor, que se insulte
abiertamente a la que ha sido su víctima, denuncia y medidas judiciales por
medio, y que se haga en un lugar público, con muchos menores de edad dentro,
insistiendo en que había hecho bien en pegar a la mujer, y haciendo esto además
a voz en grito. Y menos todavía puede justificarlo el hecho de que el muchacho
en cuestión dé patadas a un balón con más o menos arte.
El hecho en sí, no obstante, es de difícil castigo penal. Aunque en principio
parece evidente que es una clara apología de la violencia de género, es de
difícil prueba, ya que es casi imposible determinar, entre la masa de gente,
quién o quienes han cometido el mismo. Más difícil si cabe es la punición de los
insultos a la víctima, clarísimos, pero que tropiezan con el mismo problema de
determinación del autor, al que se añade la necesidad de denuncia de la
ofendida. En cuanto a la entidad bajo cuyo nombre actúa, al carecer de
personalidad jurídica, también parece casi imposible encontrar encaje.
Pero de lo que no cabe duda es de la responsabilidad social en que semejantes
sujetos incurren, y en la que incurren también quienes les jalean, y quienes se
lo permiten o no lo evitan, que viene a ser lo mismo. El daño a la propia
víctima es demoledor, y con ella a todas las víctimas de violencia de género, y
el insulto a la sociedad misma. Pero tampoco es despreciable el daño que hacen a
su propio ídolo, reconociéndolo autor de un delito y exaltándole por ello. Y a
todo esto hay que añadir el daño que hacen a todos los verdaderos aficionados a
este deporte y al club, cuyo nombre queda mancillado.
Hechos como esto deberían ser objeto de la más dura de las reprobaciones
sociales y, además, deberían tomarse medidas para que quienes realicen tales
hechos tengan prohibida la entrada a ese y a ningún otro campo de fútbol. Sólo
una actuación firme puede tratar de contrarrestar los demoledores efectos de
estas acciones deleznables.
Pero el problema es más profundo de lo que parece. Por un lado, está el tema de
la violencia en el fútbol. El llamado “deporte rey” sirve en muchos casos como
excusa para que las personas den rienda suelta a sus más bajos instintos con la
impunidad que les supone perderse en la masa. Y usan una camiseta o una bufanda
con los colores de un equipo como pretexto, haciendo flaco favor a esos colores
que dicen amar. Y gritan al árbitro, a algún jugador o al equipo contrario toda
clase de insultos como si tal cosa, acompañados, en muchos casos, de sus hijos
menores, a quienes les dan un lamentable ejemplo. En casos extremos, como hemos
tenido ocasión de comprobar, estas cosas llegan a terribles resultados, incluso
a la muerte o lesiones graves. Pero ésa es sólo la punta del iceberg, y el
problema existe antes, mucho antes. Y una cierta permisividad o pasividad con
esas manifestaciones verbales hacen que la espiral no acabe nunca.
En este caso ha sido una víctima de violencia de género la difamada y, con ella,
todas las víctimas, y la sociedad entera. En otras ocasiones ha sido la
pertenencia a otra raza, por ejemplo, la que motiva los gritos vergonzantes de
estos sujetos. Pero, en cualquier caso, la magnitud de la respuesta no ha sido
la misma. Nuestra sociedad tiene puesto el umbral de tolerancia a la
discriminación por raza u orientación sexual a niveles mucho más bajos que la
discriminación por sexo. Y no olvidemos que las muertes por violencia de género,
manifestación suprema de la discriminación de la mujer, son muchísimas, nada
comparable a otro tipo de discriminación. Y el mensaje no parece calar en la
conciencia colectiva. Si lo hubiera hecho, los miles de aficionados presentes en
ese campo deberían haber reaccionado de inmediato, como de inmediato tendrían
que haber reaccionado los responsables del club o de la salvaguarda de la
disciplina deportiva. Reaccionaron, sí, pero de un modo tardío y, seguro, mucho
más tibio que si se hubiera tratado de otro supuesto.
Por eso, aprovechando que estamos a las puertas de la celebración del Día
Internacional de la Mujer, estaría bien que aprovecháramos este terrible hecho
para reflexionar y tomar conciencia de la magnitud del problema. Y que, nunca,
nunca, volvamos a ser testigos de algo así. |