En 1936, la rubia americana de largas piernas y altos tacones, como define
Amanda Vail en su libro Hotel Florida a Martha Gellhorn, aún no se había
convertido en una periodista de prestigio, ni había acabado en los brazos de
Hemingway en el demolido Hotel Florida de la plaza del Callao antes de ser
su tercera esposa. En aquel momento era aún una joven periodista con mucho
talento que mantenía una tórrida relación epistolar, aunque nunca serían
amantes, con H.G. Wells, de quien aceptó una invitación para ir a Londres.
H. G. Wells estaba convencido del talento de Martha Gellhorn pero también
conocía una de sus mayores debilidades: la pereza. Como la joven periodista
tenía comprometido escribir un libro de relatos que el propio H.G. Wells le
había conseguido de manera aventajada, el escritor la sometió a una rutina
de trabajo diario: fijó una hora para levantarse, para el desayuno, le
impuso escribir todos los días un número de horas, etc. Martha Gellhorn
odiaba esa rutina y estaba enfadada con el autor de “La guerra de los
mundos” por esa imposición pero comprobó como gracias a esa rutina escribió
uno de sus mejores relatos sobre el linchamiento a un joven negro en
Mississippi.
Supongo que al hablar de rutina siempre se espera una visión negativa de la
misma. Entendemos la rutina como algo tedioso y aburrido y nada más lejos de
la realidad. La rutina es un automatismo que nos permite actuar sin dedicar
especial atención a aquello que estamos haciendo. Esta manera de proceder
nos permite manejarnos sin razonar aquello que acometemos, lo que implica un
ahorro de esfuerzo y de tiempo. Cuando alteramos nuestro entorno y debemos
adaptarnos a otro, aunque éste no sea esencialmente diferente, destinamos a
funciones simples y aprendidas, un esfuerzo para su conocimiento y para
decidir cómo realizarlas. Si trasladásemos esa dinámica a todas y cada una
de las actividades que llevamos a cabo a lo largo del día, el sobresfuerzo
sería homérico. De esta manera, los automatismos, la rutina, nos permiten
manejarnos con un mínimo de atención en labores cotidianas que además tienen
el efecto añadido de detección de cualquier anomalía que impida realizarlas
y por lo tanto, reaccionar ante una situación perjudicial o de peligro.
Si establecemos que la rutina no es mala per se y sin embargo, como hemos
dicho, tiene una concepción negativa debemos determinar la razón de esta
catalogación. Lógicamente, como casi todo en este mundo, el exceso de algo,
aunque este algo sea bueno, lo convierte en nocivo. Así, cuando la mayor
parte de nuestra actividad es rutinaria estamos repitiendo todos y cada uno
de nuestros días los mismos actos y por lo tanto, tenemos las mismas
sensaciones e incluso sentimientos. Podríamos objetar que si las sensaciones
y los sentimientos son buenos, la rutina nos blindaría en una esfera de
confort, pero no es así.
El ser humano se caracteriza por su necesidad constante de cambio, entendido
como avance. A lo largo de la historia de la humanidad es la inquietud por
las nuevas experiencias, por los descubrimientos, por los cambios los que
han ido mejorando nuestra sociedad tanto material como espiritualmente, si
se me permite el término. En el mismo sentido, a lo largo de la vida de una
persona se necesitan cambios, diferencias, distintos terrenos y situaciones
que afrontar y sobre todo muchos estímulos que colmen nuestra necesidad de
lo intangible. Necesitamos salir de la rutina, de lo ordinario, conocer
nuevas personas, nuestras situaciones, afrontar retos distintos, resolver
problemas, etc… Fomentar la creatividad, la imaginación, profundizar en
nuestra sensibilidad, en nuestra capacidad de pensamiento y abstracción nos
permitirá ser sujetos, a menudo, de nuevas sensaciones y, en menos
ocasiones, de nuevos sentimientos.
De esta manera, y enfocándolo en nuestra práctica profesional, tenemos claro
que necesitamos una cierta rutina para organizar nuestra labor. Así
automatizamos labores y tareas que al operarse de manera ordinaria nos
ahorran mucho tiempo y esfuerzo. Incluso con determinadas labores de un
mayor rango. Eso nos permite dedicarnos a empeños de alto valor con un mayor
tiempo y más frescura mental. Pero a la vez que nos aprovechamos de esa
rutina, debemos estar atentos a reconocer cuándo deja de ser un instrumento
y se convierte en un estado, porque en ese momento estaremos entrando en una
situación complicada de revertir.
La mejor manera, a mi modo de ver, para combatir la rutina es la inquietud.
El mundo, incluso el profesional, está compuesto de multitud de estímulos al
alcance de nuestra mano. Asistir a cursos, conferencias, actos jurídicos que
nos permitan no sólo aprender sino descubrir puntos de vista distintos que
puedan servirnos en nuestra actividad. Conocer a compañeros y profesionales
de otros ámbitos, estudiar nuevos temas que surgen cada día en el mundo del
Derecho, explorar nuevas áreas, colaborar con asociaciones, escribir
artículos, ayudar en labores sociales pro-bono, son algunas de las
muchísimas actividades que podemos desarrollar y que serán una fuente de
estímulos, de variación y en muchos casos de inspiración, sin olvidar que
nos permiten tener la sensación de pertenencia a un grupo ya que, gran parte
de los profesionales que realizan su labor en despachos individuales o
pequeños, pueden sentir aislamiento. Por supuesto, cualesquiera de estas
actividades nos exige un esfuerzo por lo que antes hemos tenido que decidir
qué merece la pena. Salir de la rutina requiere recursos pero el fin
logrado, a mi modo de ver, resulta beneficioso. Al fin y al cabo, como nos
dijo Benedetti “Uno tiene en sus manos el color de su día: rutina o
estallido.”