Si hay un
tema debatido, discutido, hablado y comentado
entre los fiscales, ése es, desde siempre, el
del fiscal instructor. No sólo entre acérrimos
partidarios y detractores, que los hay, sino
sobre todo, acerca de la manera de llevar a cabo
una reforma del sistema de tal calado. Nada
fácil. Evidentemente, a nuestras disquisiciones
al respecto se unen, sobre todo por razón de la
proyectada reforma del Código Procesal penal,
todo tipo de voces.
En principio,
la opción por un modelo acusatorio como el
actual o la asunción de la instrucción por el
fiscal implicaba posicionamientos radicales, que
incluso se identificaban con la “tendencia” de
quien se pronunciara. No obstante, a día de hoy
creo que las posturas se han suavizado y el quid
de la cuestión radica más bien en el “cómo” que
en el “qué”.
Es necesario
poner las cosas en su sitio, y no ver fantasmas
donde no los hay. La opción por un modelo de
fiscal instructor no es sino una de las posibles
elecciones de sistema procesal penal, frente al
que rige en nuestro Derecho desde hace al menos
dos siglos, de principio acusatorio. Se trata,
ni más ni menos, de hacer recaer el peso de la
investigación sobre el Ministerio Fiscal, que es
quien en último término ha de decidir si formula
acusación a la vista del resultado, en lugar de
sobre un juez instructor. Así visto es, a mi
juicio, la más lógica y además, la más acorde
con lo que prevé la Constitución, que establece
que la función del juez no es otra que “juzgar y
hacer ejecutar lo juzgado”. El juez, en este
sistema, recuperaría la exclusividad de su
función, y adoptaría a lo largo de la
instrucción el papel de lo que se ha denominado
juez de garantías. Otra cuestión es cómo se
interprete esto, y ahí creo que radica gran
parte del problema.
Entre los
detractores de la instrucción por el fiscal, o
los que al menos miran con recelo dicha opción,
gravita la sombra de la duda con que siempre
adornan nuestra institución: la jerarquía. La
sospecha de que la obediencia jerárquica es poco
menos que fidelidad perruna y la afirmación
tantas veces hecha de que recibimos órdenes del
Gobierno, motivan que se siembre la semilla de
sospechas infundadas sobre cuál sea o vaya a ser
nuestra actuación. No estaría de más recordar,
llegados a este punto, que jueces y fiscales
poseemos la misma formación jurídica, hemos
pasado por idéntica oposición y nos regimos por
el mismo espíritu: aplicar las leyes para hacer
justicia. O para intentarlo, vaya, que nadie es
perfecto. Cosa distinta es que el modo de
nombramiento de nuestras respectivas “cúpulas”
dé lugar a otro debate diferente. Pero nuestra
labor, la de todos y cada uno de los días en que
nos ponemos la toga, es jurídica, como no podría
ser de otro modo en un Estado de Derecho.
Ni que decir
tiene que personalmente me inclino, sin ningún
género de dudas, por la asunción de la
instrucción por el fiscal, acerca de lo que ya
me he pronunciado muchas veces y desde hace
mucho tiempo. Pero, como he dicho antes, el
verdadero problema estriba en cómo se articule
este cambio en nuestro modelo procesal. De ello
dependerá el éxito o fracaso de cualquier
iniciativa al respecto.
En primer
lugar, contamos con las cuestiones de
intendencia. Algo que no es baladí. Para
asignarnos la instrucción a los fiscales es
imprescindible dotarnos de los medios materiales
y personales adecuados para ello. Habría que
aumentar considerablemente la plantilla de
fiscales, y también la de funcionarios, y
dotarnos de unos medios que posibiliten esta
función. De otra parte, sería necesario
reestructurar la planta judicial, puesto que al
desaparecer la figura del juez instructor a
favor de un juez de garantías, desparecerían los
Juzgados de Instrucción como tales, y con ellos
el personal y hasta las dependencias de los
mismos. Y no es fácil la decisión acerca de cuál
sería el destino de unos y otros. En cuanto a
jueces y fiscales, quizás sería el momento de
plantearse la posibilidad del trasvase de
carreras, o la carrera única, como ocurre en
otros países de Europa, aunque, de nuevo, el
obstáculo vendría dado por el modo de hacerlo.
En segundo
término, nos encontramos una vez más con las
prevenciones acerca de una posible pérdida de la
imparcialidad que creo de todo punto infundadas.
De hecho, el modelo del fiscal instructor es el
que viene siguiéndose desde hacer mucho tiempo
en el procedimiento de menores sin que haya
generado especiales problemas a este respecto.
Pero, como
decía, el problema es el modo de llevarlo a
cabo. La apuesta por la instrucción por el
fiscal que hacía el Código Procesal Penal
proyectado en esta legislatura y ya casi
abandonado, era inasumible. Como modelo, no sólo
no despejaba las dudas acerca de la
imparcialidad del Ministerio Fiscal sino que
parecía partir de la premisa contraria: la de la
necesidad controlar al Fiscal. De este modo, el
fiscal, pasaba de controlar a ser controlado. De
una labor de supervisión, a través de su
intervención en el proceso penal, a ser
supervisado en todo por el juez tal conforme se
había diseñado. Y con unas limitaciones
temporales inaceptables. En definitiva, un
proyecto que no satisfacía a nadie. O a casi
nadie.
Pero no
podemos seguir amparándonos en la dificultad del
cambio para alimentar el inmovilismo. La Ley de
Enjuiciamiento Criminal, del siglo XIX no admite
más parcheos. El modelo es caduco y necesita una
completa renovación, no un remiendo tras otro,
porque ya hace tiempo que se reventaron sus
costuras. No podemos seguir haciendo encaje de
bolillos para adaptar preceptos decimonónicos a
la realidad actual Y la asunción de la
instrucción por el fiscal debe ser uno de los
pilares sobre los que se sustente un futuro
modelo. Pero respectando la importancia de
nuestra función como órgano constitucional. Y,
desde luego, haciéndola posible con unos medios,
cuanto menos, dignos. |