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La instrucción del fiscal: ¿realidad o utopía?
MADRID, 20 de OCTUBRE de 2014 - LAWYERPRESS

Por Susana Gisbert. Fiscal de la Fiscalia Provincial de Valencia

Susana GisbertSi hay un tema debatido, discutido, hablado y comentado entre los fiscales, ése es, desde siempre, el del fiscal instructor. No sólo entre acérrimos partidarios y detractores, que los hay, sino sobre todo, acerca de la manera de llevar a cabo una reforma del sistema de tal calado. Nada fácil. Evidentemente, a nuestras disquisiciones al respecto se unen, sobre todo por razón de la proyectada reforma del Código Procesal penal, todo tipo de voces.

En principio, la opción por un modelo acusatorio como el actual o la asunción de la instrucción por el fiscal implicaba posicionamientos radicales, que incluso se identificaban con la “tendencia” de quien se pronunciara. No obstante, a día de hoy creo que las posturas se han suavizado y el quid de la cuestión radica más bien en el “cómo” que en el “qué”.

Es necesario poner las cosas en su sitio, y no ver fantasmas donde no los hay. La opción por un modelo de fiscal instructor no es sino una de las posibles elecciones de sistema procesal penal, frente al que rige en nuestro Derecho desde hace al menos dos siglos, de principio acusatorio. Se trata, ni más ni menos, de hacer recaer el peso de la investigación sobre el Ministerio Fiscal, que es quien en último término ha de decidir si formula acusación a la vista del resultado, en lugar de sobre un juez instructor. Así visto es, a mi juicio, la más lógica y además, la más acorde con lo que prevé la Constitución, que establece que la función del juez no es otra que “juzgar y hacer ejecutar lo juzgado”. El juez, en este sistema, recuperaría la exclusividad de su función, y adoptaría a lo largo de la instrucción el papel de lo que se ha denominado juez de garantías. Otra cuestión es cómo se interprete esto, y ahí creo que radica gran parte del problema.

Entre los detractores de la instrucción por el fiscal, o los que al menos miran con recelo dicha opción, gravita la sombra de la duda con que siempre adornan nuestra institución: la jerarquía. La sospecha de que la obediencia jerárquica es poco menos que fidelidad perruna y la afirmación tantas veces hecha de que recibimos órdenes del Gobierno, motivan que se siembre la semilla de sospechas infundadas sobre cuál sea o vaya a ser nuestra actuación. No estaría de más recordar, llegados a este punto, que jueces y fiscales poseemos la misma formación jurídica, hemos pasado por idéntica oposición y nos regimos por el mismo espíritu: aplicar las leyes para hacer justicia. O para intentarlo, vaya, que nadie es perfecto. Cosa distinta es que el modo de nombramiento de nuestras respectivas “cúpulas” dé lugar a otro debate diferente. Pero nuestra labor, la de todos y cada uno de los días en que nos ponemos la toga, es jurídica, como no podría ser de otro modo en un Estado de Derecho.

Ni que decir tiene que personalmente me inclino, sin ningún género de dudas, por la asunción de la instrucción por el fiscal, acerca de lo que ya me he pronunciado muchas veces y desde hace mucho tiempo. Pero, como he dicho antes, el verdadero problema estriba en cómo se articule este cambio en nuestro modelo procesal. De ello dependerá el éxito o fracaso de cualquier iniciativa al respecto.

En primer lugar, contamos con las cuestiones de intendencia. Algo que no es baladí. Para asignarnos la instrucción a los fiscales es imprescindible dotarnos de los medios materiales y personales adecuados para ello. Habría que aumentar considerablemente la plantilla de fiscales, y también la de funcionarios, y dotarnos de unos medios que posibiliten esta función. De otra parte, sería necesario reestructurar la planta judicial, puesto que al desaparecer la figura del juez instructor a favor de un juez de garantías, desparecerían los Juzgados de Instrucción como tales, y con ellos el personal y hasta las dependencias de los mismos. Y no es fácil la decisión acerca de cuál sería el destino de unos y otros. En cuanto a jueces y fiscales, quizás sería el momento de plantearse la posibilidad del trasvase de carreras, o la carrera única, como ocurre en otros países de Europa, aunque, de nuevo, el obstáculo vendría dado por el modo de hacerlo.

En segundo término, nos encontramos una vez más con las prevenciones acerca de una posible pérdida de la imparcialidad que creo de todo punto infundadas. De hecho, el modelo del fiscal instructor es el que viene siguiéndose desde hacer mucho tiempo en el procedimiento de menores sin que haya generado especiales problemas a este respecto.

Pero, como decía, el problema es el modo de llevarlo a cabo. La apuesta por la instrucción por el fiscal que hacía el Código Procesal Penal proyectado en esta legislatura y ya casi abandonado, era inasumible. Como modelo, no sólo no despejaba las dudas acerca de la imparcialidad del Ministerio Fiscal sino que parecía partir de la premisa contraria: la de la necesidad controlar al Fiscal. De este modo, el fiscal, pasaba de controlar a ser controlado. De una labor de supervisión, a través de su intervención en el proceso penal, a ser supervisado en todo por el juez tal conforme se había diseñado. Y con unas limitaciones temporales inaceptables. En definitiva, un proyecto que no satisfacía a nadie. O a casi nadie.

Pero no podemos seguir amparándonos en la dificultad del cambio para alimentar el inmovilismo. La Ley de Enjuiciamiento Criminal, del siglo XIX no admite más parcheos. El modelo es caduco y necesita una completa renovación, no un remiendo tras otro, porque ya hace tiempo que se reventaron sus costuras. No podemos seguir haciendo encaje de bolillos para adaptar preceptos decimonónicos a la realidad actual Y la asunción de la instrucción por el fiscal debe ser uno de los pilares sobre los que se sustente un futuro modelo. Pero respectando la importancia de nuestra función como órgano constitucional. Y, desde luego, haciéndola posible con unos medios, cuanto menos, dignos.

 

 

 

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