He
de reconocer que, desde que tengo uso de razón
jurídica, una de las frases que más he escuchado
es aquella de que “las facultades de derecho
no son ni pueden ser lugares para formar a los
abogados”. También debo confesar que siempre
la he puesto en tela de juicio, nunca mejor
dicho, porque estimo que el derecho nace para su
aplicación, y sin ese elemento de practicidad,
carece en buena medida de sentido. La práctica
del derecho no es otra cosa que la aplicación de
la teoría, de modo que sin saberla ninguna
fórmula jurídica podrá ser llevada al terreno de
los hechos. Lo que quiero decir es que no sé si
alguien que jamás ha atendido partos puede
enseñar ginecología, pero lo que sí preferiría
es que esa asignatura me fuera impartida por
quien lo hace a diario. Como acostumbro a decir
coloquialmente, un jurista completo debe conocer
la letra y la música del derecho, porque en eso
consistirá su trabajo.
Las facultades, acaso por la
ausencia de dedicación mayoritaria de los
cuerpos docentes a la práctica del derecho, han
preterido en alto grado esa vocación aplicativa,
limitando su función al aspecto puramente
especulativo. Ha de insistirse en que ninguna
disyuntiva existe entre teoría y práctica del
derecho, sino que estamos ante un plan continuo
que concluye en el servicio eficaz a la persona
afectada por un asunto de naturaleza legal. Ni
es posible ese final sin un abordaje serio de
contenidos jurídicos, ni tampoco desconociendo
el funcionamiento de las herramientas a utilizar
en cada caso.
Quienes compatibilizamos la
actividad forense con la enseñanza o
investigación del derecho conocemos algo del
salto que tantas veces existe entre la realidad
de los tribunales y la doctrina de las aulas.
Por eso mismo, debemos reflexionar sobre una
formación jurídica que trate de congeniar ambos
mundos, y de interactuar nutriéndose de unos u
otros ámbitos, en beneficio mismo de la justicia
y de los justiciables.
Los centros que logran diseñar sus
programas abiertos a la realidad profesional,
sin duda aciertan. El foco ha de ponerse,
siempre, en el día después de la última hora de
clase, cuando el alumno se las tenga que ver con
su quehacer profesional, y le acudan a pedir
ayuda para resolver problemas legales a
personas, empresas o familias. Hemos de ver la
enseñanza del derecho con ojos
profesionalizadores, acostumbrando a nuestros
estudiantes a vestir toga y defenderse oralmente
en una sala de vistas, a que se acerquen a las
soluciones jurídicas como lo hace un mecánico en
el taller al dar con el problema que impide
circular a un vehículo.
“Sólo se domina bien un tema
cuando eres capaz de explicárselo a tu abuela, y
esta te entienda”, acostumbraba a decir
Einstein. Por esa senda deberíamos transitar en
las universidades, llevando el derecho al caso
concreto, con una idea de servicio a los demás y
a la justicia. Y por esa vía deben diseñarse los
grados y los postgrados, armonizando sabiamente
la letra y la música, la teoría y la práctica
del derecho, que es una misma cosa.
En este sentido, el reciente examen
de acceso a la profesión de abogado me ha
sorprendido por acoger esa visión práctica del
derecho. Salvo determinadas preguntas que, por
su propia confección, inducen a equívocos (al
poder ser satisfactoriamente respondidas por
varias alternativas), el examen me ha parecido
serio y profesional. La constante referencia a
nombres propios y situaciones particulares de
sujetos y objetos, hace que quien se deba
examinar deba solventar situaciones determinadas
que acontecen a diario en la profesión. Acaso
sería recomendable, de cara a futuras
convocatorias, la formulación de cuestiones con
redacción menos compleja o quizá la reducción
del número total de preguntas, debido a que la
pasada prueba ha sumado al planteamiento
continuo de interrogantes con neta dificultad un
número excesivo de preguntas.
En relación con la creación de un
fondo documental o base de datos con material
susceptible de ser objeto del examen de acceso
–una suerte de prontuario- podría
resultar de utilidad, si bien también podría
hacer peligrar la finalidad misma de esa prueba,
que es asegurar que quien ejerza la profesión de
abogado sepa “de qué va el tema” y no
extender dicha autorización a quien se ha
limitado a aprender una salmodia repetitiva,
aunque repetitio sea mater studiorum.
Sirve la prueba tal y como ha sido
concebida, pues, como aviso a navegantes a
aquellas facultades que postergan en sus grados
y especialmente en sus másteres de acceso a la
abogacía la visión práctica del derecho, porque
sus alumnos muy probablemente encontrarán
inconvenientes para superarlo con éxito.
Sin embargo, para quienes lo vean
con mirada profesional, se convertirá en un
entretenido pasatiempo. |