Respeto a las decisiones judiciales

Publicado el lunes, 15 octubre 2018

Clara Estrada Merayo, Abogada.

Hace tiempo que vengo reflexionando sobre un asunto que me preocupa. El motivo de mis desvelos no es otro que la paulatina pérdida de confianza por parte de la ciudadanía en el Poder Judicial. Y es que, últimamente he asistido, con cierto estupor, a situaciones en las que la multitud indignada se echaba a las calles arremetiendo contra alguna resolución judicial, o mejor dicho, contra quienes la habían dictado. Vaya por delante que no es intención de quien suscribe estas líneas analizar ningún caso concreto ni entrar a valorar si el motivo de tales manifestaciones era acertado o no.

Clara Estrada Merayo, Abogada

Por supuesto, en virtud del derecho a la libertad de expresión, considero que todos y cada uno de nosotros estamos en nuestro derecho de criticar –en el sentido más amplio de la palabra- las decisiones judiciales. Ahora bien, entiendo que dicha crítica ha de ser fundada y no fruto de un impulso. El hecho de que no compartamos el parecer de un tribunal no puede conllevar nunca una reacción virulenta. En un Estado democrático de Derecho la necesidad de respetar las decisiones judiciales se impone. Por ende, aunque todos hayamos cuestionado más de una vez alguna resolución de un juez o tribunal por considerarla errónea -que tire la primera piedra quien no lo haya hecho en alguna ocasión-, no podemos dejar de respetarla por el mero hecho de que no dé la razón a quien nosotros consideramos que la tiene -recordemos que respetar una resolución judicial no significa estar de acuerdo con su fallo-. No hay que perder de vista que las resoluciones judiciales son adoptadas una vez valorada la prueba practicada y no hay que olvidar que aquello que no pueda ser probado, por cierto que sea, no podrá ser tenido en cuenta. Además, existen unas normas procesales que rigen los procedimientos judiciales, y para el caso de que estas no se respeten, el ordenamiento jurídico prevé un sistema de recursos. Lo que no podemos permitirnos es tomarnos la justicia por nuestra mano ni volver a los juicios en la plaza pública por aclamación popular, pues, en ese caso, terminaremos con el Estado democrático de Derecho.

Creo, además, que, a veces, se confunde el objetivo contra el que se dirigen las críticas. La Justicia lo que hace es interpretar y aplicar la ley. En relación al ámbito penal, la ciudadanía parece tener la sensación de que las penas en España no son suficientemente duras, pero me temo que el hecho de que una pena sea o no suficiente obedece, en la mayoría de las ocasiones, a la legislación aplicable más que a la decisión del juez o tribunal. Me explico. El juez o tribunal aplica las penas previstas en la legislación, por lo que, si para un delito la pena máxima establecida es de cinco años de privación de libertad, por mucho que su Señoría quisiera imponer una más elevada, no podría hacerlo; como máximo, podría aplicar la de cinco años -siempre y cuando concurrieran los requisitos para ello, claro-. En este sentido, cabe recordar que por mucho que, a ojos de la opinión pública, las penas, especialmente las privativas de libertad, sean insuficientes, éstas se encuentran orientadas a la reeducación y la reinserción social de los presos. Debemos ser cautos si no queremos vernos de aquí a un tiempo replanteándonos los principios generales del Derecho Penal y tirando por la borda aquello que tantos siglos costó conseguir.

Ante una resolución judicial debemos, pues, realizar un ejercicio de prudencia y huir de cualquier reacción exacerbada. Lo idóneo sería leerla antes de criticarla, pues sólo así contaremos con la información necesaria para forjarnos una opinión al respecto. Lamentablemente, esta no parece ser la tónica habitual; de hecho, sorprende cómo, en numerosas ocasiones, nada más publicarse la noticia relativa al fallo emitido por un juzgado o tribunal en un determinado asunto, los comentarios inundan las redes sociales. Es imposible que estas reacciones tan inmediatas sean consecuencia de un proceso de maduración de la resolución que nos permita tener una opinión concienzuda sobre lo que en ella se concluye.

Soy consciente de que, quizá, alguien ponga el grito en el cielo ante estas afirmaciones, pues es cierto que hay casos, especialmente en el ámbito penal, que levantan ampollas y cuya resolución se antoja controvertida. Por eso, puedo llegar a entender que, en un momento dado, la ciudadanía se levante en armas –en sentido metafórico, claro está- contra una sentencia, pero esa indignación que en un primer momento nos produce aquello que consideramos injusto no puede en ningún caso derivar en el linchamiento verbal -y mucho menos físico, por supuesto- hacia quienes han adoptado la decisión. Los ataques y descalificaciones van más allá de los límites de la libertad de expresión. Además, sería un gravísimo error confundir justicia con venganza y terminaríamos volviendo a la Ley del Talión.

En otro gran error incurren, en mi opinión, quienes abogan por las sentencias ejemplarizantes. Una sentencia no tiene que ser ejemplarizante, sino justa. Si bien las penas tienen una finalidad disuasoria, lo acontecido en un determinado caso no es extensible a otros casos; en cada uno acontecen unos hechos concretos y son esos los que han de tenerse en cuenta para su resolución. Serán los hechos delictivos de un determinado caso los que determinarán la pena que, finalmente, se imponga al autor de los mismos.

Esos casos que, como digo, levantan ampollas, suelen contar con una gran repercusión mediática y son objeto de juicios paralelos, que, entrañan peligrosas consecuencias. En primer lugar, hacen flaco favor a la independencia del Poder Judicial; en segundo lugar, incitan a la gente a pronunciarse sin reflexión previa sobre asuntos a los que los expertos han dedicado décadas de estudio. De hecho, sorprende la facilidad con la que en estas situaciones quien más quien menos se erige en renombrado jurista y sienta cátedra con sus afirmaciones. La verdad es que me cuesta imaginar que un paciente que va a ser operado le diga a su cirujano cómo tiene que realizar la intervención. Doctores tiene la Iglesia. En tercer lugar, pueden vulnerar derechos de víctimas y acusados, suponiendo una amenaza al derecho a la presunción de inocencia y dando lugar a una condena social. Y, en cuarto lugar, incitan a legislar a golpe de suceso -o a golpe de telediario, como suele decirse-. Cuántas veces tras la comisión de un delito de cierta gravedad hemos sido testigos de la petición popular de un cambio legislativo y de cómo el mismo era propuesto y tramitado a todo correr -seguramente para transmitir la sensación de que los problemas se atajan con rapidez y aplacar, así, los ánimos de la opinión pública -. Craso error, a mi modo de ver. Las prisas nunca son buenas consejeras y menos en un ámbito como la legislación penal. Por doloroso que haya sido lo acontecido, cualquier cambio legislativo debería estudiarse y sopesarse para evitar incurrir en inseguridad jurídica, arbitrariedad, etc. Además, dudo mucho que la técnica de legislar en caliente sea la manera de mitigar el dolor de las víctimas. Las reformas legales deberían adoptarse, pues, con serenidad, responsabilidad y respetando los principios básicos del ordenamiento jurídico. Ya lo dijo Pitágoras: « el legislador debe ser el eco de la razón y el magistrado el eco de la ley ».

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    Celina González Fernández-Puente 16 octubre, 2018 a las 16:13 - Reply

    He leído con interés el texto elaborado por Clara Estrada.El tema del que habla cada vez me interesa más y tengo que decir que estoy totalmente de acuerdo.No tengo ninguna formación en Derecho pero me parece de puro sentido común……Enhorabuena por tan afortunado escrito.

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